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miércoles, 1 de septiembre de 2021

HISTORIAS EN LA PIEDRA: LA CORONA DE FRAY SEBASTIÁN.

El señor obispo cumplió con su promesa y por ello erigió una fuente pública a su costa en su lugar de nacimiento, la Nava de Coca. Nos referimos a fray Sebastián de Arévalo y Torres (1619-1704). Esta fuente de estilo herreriano, conocida como Caño del Obispo, luce las armas del prelado que hacen referencia a sus apellidos (Sedeño, Torres, Guzmán...). Abraza el conjunto del escudo el capelo de obispo con sus cordones y borlas, pues lo era del Burgo de Osma en el momento de su construcción. Llama la atención en el escudo una corona real que surge en escorzo, como un balcón asomado a la explanada, que nada tiene que ver con la modesta hidalguía de fray Sebastián. ¿Dónde está el origen del uso de esta corona al que no renunciaron los Torres en su escudo? Emplear como timbre del escudo de los Torres una corona real lo justificó esta familia en un documento, de dudosa autenticidad, que se remontaba al año 1091, en el que el rey Alfonso VII de León les otorgaba esta merced por los servicios prestados y por una presunta relación de parentesco con el monarca. A pesar de lo dicho, la familia lo hizo valer por bueno y usó de este privilegio como mérito en su hoja de servicios y lo expresó en la piedra.
Orígenes de los Torres
La familia Torres ha sido tenida por una de las de más solera en Cuéllar. Sin embargo, su establecimiento seguro en la villa se produjo en las postrimerías de la Edad Media, aunque cierto es que hay emparentamientos con familias cuellaranas desde principios del siglo XV. Podríamos afirmar que los Torres bascularon entre Arévalo y Cuéllar y que al final algunos recalaron, a medio camino, en Nava de la Asunción. El miembro más destacado de la familia, documentado con garantías históricas, fue Gutierre de Torres. Antes de él cuesta dar crédito a las genealogías que se nos presentan y nos hallamos ante el primer indicio de que fueran cristianos nuevos. Gutierre era hombre de armas y participó al servicio del infante Don Fernando en la conquista de Antequera en 1410. Le cupo el mérito de haber tomado la primera torre de la muralla, acción que permitió abrir las puertas de la ciudad y su conquista, con la entrada en ella, en su caballo pío, del mismísimo infante. Don Fernando tuvo así el broche a su prestigio personal en la conquista, con su propia participación en esta acción de armas, representada en el atrio de iglesia tan modesta como la de Pinarejos. Lo tuvo muy en cuenta el Infante y premió a Gutierre de Torres con veinte mil maravedíes de por vida y con la entrada de su hijo como doncel del rey niño Juan II. De novela de caballería es la vida del hijo doncel de Gutierre, llamado Juan de Torres, caballero juglar. En 1419 expidió el rey de Castilla, Juan II, el otro documento que guardaban los Torres como oro en paño: nombró a Gutierre de Torres alguacil mayor de Arévalo, a él y al heredero más capaz que en el futuro lo mereciera, con condición que el primero en sucederle fuera su hijo Juan de Torres. Vivió Juan de Torres su mocedad con el rey niño y compartió aficiones literarias con don Álvaro de Luna. Se alejó de la corte castellana, por no tomar partido en las luchas entre el valido del rey y los hijos del infante Don Fernando de Antequera. Estuvo en Italia para participar en las campañas del rey aragonés dando allí testimonio de la corte castellana. Regresó Juan de Torres a Arévalo donde ejerció como alguacil mayor y se casó en el pueblo de Mamblas con Catalina Velázquez Briceño, llamada la Dueña porque era heredera de una importante hacienda. Estando en dicho pueblo, los Estúñiga le prendieron fuego a su casa, con él dentro, por haberse enfrentado a esta familia por el cambio de señorío de Arévalo. Sucedió a Juan de Torres su hijo Cristóbal de Torres, que fue paje de Juan Velázquez de Cuéllar, el contador, y después alguacil mayor y regidor en Arévalo. Tuvo hacienda en San Cristóbal de la Vega y terminó estableciéndose en Cuéllar por su matrimonio con Usenda Núñez Vela. Se le describe a Cristóbal como hombre valiente y de prestigio, como su padre, habiendo desempeñado el cargo de corregidor en distintos lugares, como en Betanzos-La Coruña. Fruto del matrimonio nacieron siete hijos, dedicados a las armas y al servicio de los reyes y de nobles como los Luna o los Alburquerque, pertenecientes a esa hidalguía que no sale en los libros de Historia. El tercero de los hijos fue Gutierre de Torres que sería padre de uno de los obispos naturales de Cuéllar. 
 Dos obispos segovianos 
Casó Gutierre de Torres, administrador del duque de Alburquerque, con la sepulvedana Margarita Osorio y Bracamonte en el año 1540. Fruto del matrimonio nació Juan de Torres Osorio (Cuéllar 1565-Valladolid 1632), el menor de los hermanos, al que orientaron hacia la vida religiosa. Desde el Estudio de Gramática de Cuéllar, pasó a Salamanca donde se licenció en cánones y en pocos lances acabó como juez de la monarquía en Sicilia, donde fue promovido a los obispados de Siracusa y de Catania, dejando la impronta de su escudo en las obras que allí realizó. Le nombró Felipe IV, para premiar sus servicios, obispo de Oviedo primero y de Valladolid después, siendo además en la ciudad del Pisuerga presidente de su Chancillería. Murió elegido obispo de Málaga y fue enterrado en la capilla mayor de la catedral de Valladolid. Por su testamento, sabemos que tenía tres esclavos turcos, llamados Amorat, Arrageb y Azay, y que su prima María de Torres, mujer del cronista Antonio de Herrera, le había ayudado muchas veces en sus dificultades financieras. Nombra por sus herederos a sus sobrinos a los que apercibe de que no descuiden en reclamar el alguacilazgo mayor de Arévalo, porque lo acabarían perdiendo por dejadez, como así sería al redimirlo el regimiento de la villa abulense en puja con Manuel de Rojas y Torres, sucesor del obispo en ese cargo, en el año 1644.
Otro de los herederos citados en el testamento del prelado Torres Osorio es Sebastián de Arévalo, residente en la Nava de Coca y padre del obispo natural de este lugar. Con ello se confirma la relación de parentesco entre los dos obispos tratados aquí, el de Cuéllar y el de Nava. Cuellarana fue doña Potenciana de Torres, abuela paterna de fray Sebastián de Arévalo y Torres. Este navero ingresó en los franciscanos de Segovia y promocionó por méritos propios y por la hoja de servicios de sus familiares. Fue primero maestro de Teología en Valladolid, confesor en las Descalzas Reales de Madrid y promovido desde aquí al obispado de Mondoñedo. Pasó enseguida a la diócesis de Osma, donde sería obispo hasta su muerte en 1704. Se le ha llamado el obispo limosnero por su labor benéfico-social. Construyó en el Burgo de Osma el hospital de San Agustín, donde se prodiga el escudo barroco con las armas del prelado, incluida la corona real.
En su pueblo natal, además de la citada Fuente del Caño, se conserva en relación con fray Sebastián un magnífico retrato de cuerpo entero del señor obispo que se custodia en la iglesia parroquial. Allí también lucen sus armas. El escudo de los Torres, cinco torres en aspa, lo hallaremos también en Cuéllar (en las laudas sepulcrales de la capilla de los Rojas, en las hoy ruinas de San Francisco), en Carbonero el Mayor en el llamado Palacio del Sello y también en alguna fachada de la capital. Esto nos da idea de lo extendida que estuvo esta familia en la provincia. Pero establecer las relaciones que hubo entre todas sus ramas requiere un ejercicio que ahora no toca aquí. Daría como resultado una telenovela turca, como los tres esclavos del obispo Torres Osorio.

miércoles, 28 de julio de 2021

SEGOVIANOS EN LA GUERRA DE MARRUECOS: 100 AÑOS DEL DESASTRE DE ANNUAL.

Se cumplen los cien años del mayor de los desastres militares españoles en el Rif. Ocurrió cuando el Ejército trató de controlar todo el territorio mediante operaciones militares. El general Silvestre, desde Melilla, penetró en las tierras dominadas por Abd el-Krim, que reaccionó atacando las posiciones adelantadas de Abarrán e Igueriben, quebrando el dispositivo español. Silvestre quedaba cercado en Annual y adoptó la peor de las decisiones posibles: abandonar la posición y replegarse hacia Melilla sin ningún dispositivo previo para el repliegue. España quedó sobrecogida cuando supo que en la tarde del 22 de julio de 1921, la guarnición entera, unos seis mil hombres, había sido masacrada; el general se suicidó y buena parte de los jefes y oficiales murieron en la retirada. La tragedia continuó durante las dos semanas siguientes cuando todo el dispositivo de blocaos se vino abajo y se perdieron otros millares de vidas, tomando los rifeños centenares de prisioneros y gran cantidad de armas y víveres antes de presentarse a las puertas de Melilla. El desastre de Annual pasaría a ser sinónimo de luto y el expediente abierto por el general Picasso sacó a la luz la incapacidad, cobardía, desorganización, corrupción e irresponsabilidad de los mandos. En España estalló un escándalo político y militar formidable y el país hubo de afrontar una guerra de cuatro años de duración, que costó un río de sangre y de dinero y que abrió las puertas a la dictadura de Primo de Rivera. Por todo ello, Annual y servicio militar en África fueron dos expresiones que trajeron de cabeza a una generación de segovianos y españoles que tembló ante la perspectiva angustiosa de un destino peligroso e incierto.
España en Marruecos 
A comienzos del siglo XX España decidió aumentar su presencia en el norte de Marruecos como fórmula para elevar la moral de la población y de las tropas tras las pérdidas de las últimas colonias (Cuba y Filipinas). Por ello, en la Conferencia de Algeciras de 1906 el Gobierno español aceptó participar en el reparto de zonas de influencia en el Norte de África. Nadie imaginó entonces que se estaba dando el primer paso de una guerra colonial que acabaría con el régimen político de la Restauración. La zona asignada a España resultaría ser la más conflictiva por el carácter de sus habitantes y sería un quebradero de cabeza permanente que supondría importantes gastos económicos, en perjuicio de inversiones más necesarias, y altos costes en términos de pérdidas humanas. En las campañas en Marruecos el peso de la recluta siguió recayendo sobre las clases bajas, en su mayoría gente procedente del campo. La movilización de 14.000 reservistas para reforzar las unidades enviadas a Melilla -muchos de los cuales ya llevaban tres años licenciados, algunos casados y con hijos- fue el detonante para que las calles de Barcelona ardiesen a finales de julio de 1909. 

El Barranco del Lobo 
Un sangriento ataque a los trabajadores españoles de las minas de la zona de Melilla aconsejó una intervención militar en el verano de 1909. Movilizado para esta campaña, Frutos López Yuste pasó en el mes de julio de aquel año de estar ocupado en sus quehaceres en en su pueblo natal de Hoyuelos a primera línea de fuego sin apenas instrucción. Fue en el Barranco del Lobo, en las estribaciones del estratégico monte Gurugú, donde Frutos estuvo expuesto al fuego de los rifeños, que dominaban las alturas. Esta emboscada originó 153 muertos, entre ellos el General Pintos, que estaba al mando de la expedición, y casi 600 heridos. El de Hoyuelos salvó la vida y pudo regresar después de cinco meses de campaña, pero marcado por la experiencia vivida que recogió en un diario recientemente dado a conocer. Este testimonio contado en primera persona por un soldado de remplazo enriquece la fría información que puede dar el historiador sobre los hechos. Autores de renombre como Ramón J. Sender o Arturo Barea dejaron sendas novelas en las que reflejan sus vivencias e impresiones que, como soldados, sufrieron en la guerra de Marruecos. Otros trasmitieron su testimonio de forma oral a sus descendientes, como Benedicto Arranz (Sanchonuño 1899-1999), soldado de remplazo que recaló en Melilla con 21 años recién consumado el desastre de Annual y que tuvo que participar en la retirada de los cadáveres de Monte Arruit. “No podíamos ni pasar de los que había allí caídos. Estuvimos ocho días con camiones y siete capellanes enterrando”. Tenían que recoger los cuerpos con palas porque no era posible de otra manera. Pero sobre todo lo que le marcó en esta experiencia al tío Benede fue el olor de los cadáveres de hombres y caballerías que se filtraba por las vías respiratorias y les hacía toser y vomitar. “Aquel olor disolvía nuestra sustancia humana”, escribió Arturo Barea.

 
El blocao
El acto de guerra por excelencia del enemigo solía ser asediar y hostigar las posiciones aisladas: los blocaos. Estos fortines fueron la unidad de ocupación del territorio del Protectorado. Construidos en promontorios elevados, permitían un mejor control del terreno, pero tenían el gran inconveniente de la ausencia del agua. Calor y sed son los términos más recurrentes en los relatos de las experiencias de los soldados. Realizar la aguada suponía una maniobra arriesgada expuesta a los certeros francotiradores moros, los llamados pacos por el sonido que producían sus fusiles. En el blocao de Igueriben, al mando del comandante Benítez, cayó el segoviano Federico de la Paz, capitán de artillería. Fue uno de los pocos hechos heroicos al comienzo del desastre. Durante la campaña posterior a Annual, Arranz vivió con angustia el acoso del enemigo al blocao en el que él estaba. Tizzi Azza, Tifaruín, no recordaba bien su nombre. Ocho días sitiados sin comer y sin beber, más que una cacilla pequeña de tomate en conserva, en pleno mes de agosto. El tío Benede, como soldado de Intendencia, era el encargado del reparto del agua, amenazado por el capitán de ser ejecutado si bebía más que sus compañeros. Durmiendo en las piedras, si se podía, porque el enemigo les increpaba desde muy cerca con insultos continuos. Estuvieron a punto de saltar la alambrada y el capitán dispuesto de rendir la posición. Pero rendirse en aquella guerra sin cuartel no era garantía de salvar la vida y se determinaron todos a seguir luchando. La ayuda, que no tuvo Benítez, les liberó del asedio y los sitiados ganaron su medalla al mérito militar.

Se conserva una foto de estudio de Benedicto Arranz en sus años de servicio militar. Aparece con su uniforme y las medallas de la campaña de Marruecos y la del mérito militar. Por detrás hay un breve escrito en el que el soldado tranquiliza a sus padres por la desazón que sabe que les angustia. Pero sobre todo, expresa su resignación a cumplir con el deber que le toca por imperativo del sistema de reclutamiento. Este sentimiento fue general. El soldado español en el conflicto de Marruecos fue fatalista y aceptó la guerra como un mal irremediable: “iremos pasando el tiempo con paciencia”, se lee con frecuencia en la correspondencia epistolar con sus familias. Se sentían impotentes en una guerra de la que no comprendían los motivos, en la que nada les iba, y se resignaban al horror de lo cotidiano, salvo al mal olor. La guerra de Marruecos fue también una magnífica escuela de dictadores. Militares formados en este conflicto colonial de gran salvajismo (Franco, Mola, Sanjurjo...) se convirtieron en un importantísimo sector de opinión dentro del ejército, en una casta: los africanistas. Serían estos los que se pondrían al frente de la sublevación militar del 18 de julio de 1936.

                                                         J. Ramón Criado

sábado, 10 de abril de 2021

LA ESCUELA CUELLARARA DE ESCULTURA Y PINTURA EN EL SIGLO XVI.

 Desde el primer tercio del siglo XVI, se establecen en la villa de Cuéllar un grupo de escultores y pintores que atenderán a la demanda artística de obras para las iglesias de la comarca y tierras adyacentes. Esta demanda llegó a un punto en el que difícilmente podría ser suficientemente atendida desde los talleres de Segovia, Medina o Valladolid, lo que dio lugar a la aparición de la que se conoce como escuela cuellaranaun taller local que atenderá la demanda próxima, nutrido por artistas llegados de fuera y otros ya nacidos en CuéllarLos historiadores del arte han centrado la existencia de esta escuela durante el último tercio del siglo XVI y primeros años del XVII, en relación principalmente a la obra de Pedro de Bolduque y los pintores Maldonado. Sin embargo, nuevos datos aportados por investigadores del arte, vallisoletanos y segovianos, nos permiten asegurar que la vida de la escuela cuellarana tuvo un recorrido más largo de lo hasta ahora creído. Hoy podríamos establecer sus orígenes en la labor iniciada en Cuéllar por los artistas flamencos Arnao y Mateo de Bolduque, con seguridad establecidos en la villa segoviana en torno al año 1530. La continuidad y seguimiento a través de sus herederos y colaboradores, en la labor de talla y ensamblaje de retablos, nos permiten afirmar que la vida de la escuela cuellarana alcanza casi el siglo de recorrido: 1530-1620. Por lo tanto, la existencia de esta escuela no fue tan efímera como se ha pensado hasta ahora. A esta conclusión se llega a partir de la integración de los datos aportados por los investigadores aludidos y por los que presentamos, concluyentes, además, para establecer las relaciones de parentesco entre los Bolduque cuellaranos y los de Medina de Rioseco. Atenderemos más a los datos biográficos de los integrantes de la escuela, porque conocidos mejor los protagonistas, y sus años de actividad, entendemos que se facilitará la identificación de sus obras.

Escuela Cuellarana: Pedro Bolduque y Mateo Enríquez. La Quinta Antustia, iglesia de Santa María en Fuentepelayo (Segovia). Detalle de el relieve. (JRC)

Para leer el artículo completo os pongo el enlace de la revista de Semana Santa en Medina de Rioseco, año 2019.

https://semanasantaenrioseco.com/download/revistas/2019.pdf

El artículo comienza en la página 60 de esta revista.


sábado, 20 de marzo de 2021

40 AÑOS DEL 23-F SEGOVIANOS EN LA VALENCIA DEL GOLPE DE ESTADO.

 

El servicio militar era todavía en los años ochenta del pasado siglo una traumática interrupción del trabajo, de los estudios o del paro, que durante quince meses nos alejaba de la vida y del entorno cotidiano. Pudiera ser que una pequeña minoría comulgara con los ideales castrenses que se intentaban inculcar en la mili, pero la gran mayoría no llegábamos a plantearnos seriamente ese tema y aceptábamos aquel trance como una obligación ineludible. Los veinte años cumplidos era la edad a la que entonces se nos embarcaba en aquella experiencia que nos haría hombres, según la doctrina militar. Sin embargo, vimos más valor en aquellos primeros objetores de conciencia que en el andén de la estación, a punto de subir al tren que nos llevaba a la III Región Militar, salieron de entre nosotros, reclamados por un oficial.

Superado el periodo de instrucción en Alicante, el destino que nos fue asignado fue el Gobierno Militar de Valencia. Lo que a priori sería una mili para dejarse llevar, por lo benigno de un destino en las oficinas, tomó un giro inesperado y nos vimos convertidos por sorpresa en policías militares. La compañía de este cuerpo, Policía Militar 32, se había quedado en cuadro por una mala planificación en los remplazos que la nutrían, y echó sus redes entre los recién llegados. El capitán de la policía había solicitado al general gobernador diez soldados para su compañía, de los que al final consiguió seis: tres segovianos, un gallego, un catalán y un madrileño. Desafortunados en eludir de alguna manera aquella selección, la tarde de nuestro primer día en Valencia ya estábamos entrando por la puerta de la compañía donde nos esperaba un “periodo” de formación al estilo de los marines de La chaqueta metálica. Lo que menos nos humilló fue aquel corte de pelo hasta no poder apurarlo más, o no poder hablar con los veteranos, o ser durante aquellos días meros números, o que nos tuvieran ese mismo día hasta las tres de la madrugada aprendiendo el funcionamiento de nuestras nuevas armas. En la mañana siguiente había programadas prácticas de tiro y contaban con nosotros para el evento, por ello, debíamos saber el funcionamiento del subfusil propio de la policía, completamente novedoso para nosotros que no habíamos pasado de primero de cetme. Ejercicio peligroso por el grado de estrés al que estábamos sometidos.

Vimos también interrumpido por sorpresa el periodo de instrucción interna. Si en el campamento se juraba bandera, allí se juraba tolete, nombre que se le daba a la porra de madera del policía militar. Nos privaron del único acto reconocimiento del progreso adquirido. Sin previo aviso, para el día siguiente del asesinato de John Lennon, 8 de diciembre de 1980, nos pusieron a los seis recién incorporados en la guardia del Gobierno Militar.

Mi estreno en la guardia fue tranquilo en una entrada al edificio que daba acceso a un bar para oficiales. Por la tarde se presentó de paisano el general gobernador, nosotros eramos su guardia pretoriana y teníamos que reconocerle, aunque solo lo veríamos cada mañana cuando entraba por la puerta principal. Era D. Luis Caruana y Gómez de Barreda, supe que era él por su porte entre militar y aristocrático. Me cuadré e hice sonar con toda su intensidad aquellos accesorios metálicos que nos poníamos en los tacones de las botas para darle las novedades del protocolo. No lo volví a tener tan cerca.

Luis Caruana y Gómez de Barreda.
General Gobernado de Valencia el 23-F

El ritmo de servicios allí era trepidante. Las guardias de 24 horas en el edificio continuaban con vigilancias por la ciudad cada día siguiente, y al tercero te podía tocar desde trasladar presos, dirigir el tráfico de la ciudad al paso de convoyes militares, o escoltar a generales de la plaza que temían por su seguridad. Fueron esos años muy convulsos y el azote de ETA no cesaba, llegando los rumores de atentados de la banda hasta la misma Valencia. Nos tocó vivir allí, sin quererlo, tiempos turbulentos, la democracia estaba en mantillas, el terrorismo asesinaba sin darse tregua y en los cuartos de banderas se palpaba la tensión.

Desde el momento de ser reconocidos por fin como policías militares, y perfectamente reconocibles los seis porque nuestra altura contrastaba con la de nuestros compañeros (voluntarios captados entre los reclutas más altos en el campamento) oímos hablar de la denominaba Operación Turia. Consistía esta en un operativo diseñado para la protección de itinerarios y edificios militares a cargo de Policía Militar. 

La guardia en la puerta del Gobierno Militar de Valencia.
Un mes después del intento de golpe, el 19 de marzo de 1981.

Existía un informe de los servicios secretos (Cesid) según el cual, ya desde finales de 1980, había una amenaza real en la ciudad de Valencia de que se produjera una acción terrorista de ETA. Sin embargo, los ejercicios que empezamos a practicar en el mes de enero de 1981 tomaron otro sentido. Esas prácticas las realizábamos en un antiguo cuartel de carabineros, en la playa valenciana de La Patacona, e iban orientadas a actuar ante una presunta guerrilla urbana, en un contexto de estado de excepción, como llegó a verbalizar un teniente en una clase teórica. El ejercicio más repetido consistía en cómo ponernos a cubierto, yendo en nuestro endeble vehículo oficial del cuerpo, la siata, nula en blindaje, ante disparos que venían desde los edificios.


LA TARDE DEL 23-F

La mañana de aquel frío lunes de febrero fue extrañamente más tranquila de lo habitual. Sabíamos que por la tarde habría de nuevo Operación Turia, pero ignorábamos en qué contexto. Todo sería por la tarde. Después de comer, nos reunieron a todos y nos recordaron lo básico del operativo: patrullar Valencia como ya habíamos hecho en otras ocasiones, pero ahora aquello iba más en serio. Me quedé fuera de esa vigilancia por ser uno de los escoltas del llamado jefe de día, militar que sustituye al general gobernador en alguna de sus funciones. Extrañamente ese día lo era un teniente coronel; lo recogimos en su domicilio y lo trasladamos al gobierno militar. No volvió a requerirnos sino para que reforzáramos la guardia del edificio. Fue entonces cuando oímos por la radio valenciana el bando del general Milans del Boch, repetido cada media hora entre marchas militares, y tuvimos noticia del asalto al Congreso por Tejero y sus guardias civiles.

Los tanques y blindados entraron en la capital ocupando puntos estratégicos. Sentimos su llegada desde el balcón de la fachada principal del Gobierno Militar. Uno de los tanques paró delante de nuestro edificio para quedarse allí. Tal como se desarrollaron después los acontecimientos, no supimos si estaba con nosotros o contra nosotros. Esa es la imagen captada por la cámara del fotógrafo José Penalva, icono del golpe en Valencia.

Carro de combate delante del Gobierno Militar de Valencia la noche del 23-F.

En cuanto a nuestro jefe, Milans había dado orden al gobernador militar, Luis Caruana, para que acudiera al Gobierno Civil y arrestar al gobernador, José María Fernández del Río, y tomar el control del poder político. Lo hizo prácticamente solo y mantuvo las patrullas de vehículos ligeros de su Policía Militar recorriendo diversos itinerarios, en especial las calles importantes de la ciudad requiriendo la documentación a las pocas personas que transitaban.

Desde Madrid, el general Gabeiras, jefe de estado mayor, tras conocer que Milans le estaba mintiendo y seguía con los carros de combate en la calle, dando largas a las órdenes que le transmite, decide relevarlo en el mando. Va a producirse la escena más tensa y peligrosa de todas las que se vivieron esa jornada: el enfrentamiento entre el golpista ya derrotado, el capitán general Milans del Bosch, y el general Caruana, gobernador militar de la Plaza, su subordinado, que tiene la orden de arrestarle y de quitarle el mando.

Caruana cumplió la papeleta que le tocaba y se presentó en Capitanía, en este caso solo, evitando roces entre sus hombres y los de Milans. El general gobernador entró en el despacho del capitán general y le dijo: “Mi general, traigo orden de Gabeiras de que te consideres arrestado y hacerme cargo de la Capitanía”. Milans sonrió y, cogiendo el revolver que tenía encima de la mesa, le dijo: “Atrévete...”. El arrestó no se consumó porque entonces entró una llamada por teléfono de La Zarzuela y el capitán general se resignó ante la llamada directa del rey. Milans del Bosch comprobó, finalmente, que las restantes capitanías generales no lo seguían y terminó por tirar la toalla y asumir su fracaso.

La aparición del rey Juan Carlos I en televisión, pasada la una de la madrugada del 24 de febrero, fue providencial. El rey se dirigió a la nación para situarse contra los golpistas, defender la Constitución, llamar al orden a las Fuerzas Armadas en su calidad de Comandante en Jefe y desautorizar a Milans del Bosch. A partir de ese momento el golpe se da por fracasado.

El colofón de la historia es que Milans ingresó en prisión, el gobernador civil dejó la política y Caruana, sorpresa, fue nombrado capitán general de Aragón.























viernes, 12 de marzo de 2021

LAS PEGUERAS

 

Testimonio recogido al resinero Audelino Martín (Narros de Cuéllar 1922-Campo de Cuéllar 2002) sobre cómo se preparaban las antiguas pegueras para obtener la pez.


Las antiguas pegueras eran de abobes y forradas de barro, luego se empezaron a hacer de ladrillo. Había maestros albañiles especializados en hacerlas por la dificultad que conlleva su construcción.

Las pegueras se pueden poner en cualquier lugar, pero es mejor hacerlo en desnivel para recoger en la parte trasera la pez, si no hay que hacer un canal.



Detrás de la peguera hay que hacer la hoya o pila de ladrillo donde vierte la pez, tapada por arriba la hoya con tablas y tierra para que no respire la pez, que podría arder. El suelo de la peguera va a desnivel desde la boca hacia la hoya en la cual vierte con un tubo que atraviesa la bóveda.


PREPARACIÓN DEL ENCAÑE.

Primero se coloca la muela, que son ramas verdes y fuertes para que no se quemen hasta el final. Para extraer la pez se utilizan impurezas de la resina y teas (que son astillas teudas con melera). La forma de encañar consiste en colocar primeramente sobre la muela una vuelta de astillas de tea apoyadas en la pared del horno, con caída hacia el centro, todo alrededor. A continuación se colocan impurezas de la resina, colocadas a desnivel igual que la tea con caída hacia el centro. Así se irán alternando vueltas de tea con otras de impurezas.

Cuando la peguera ya va rebosando, se van colocando adobes sobre la entrada casi hasta taparla, dejando solamente diez centímetros de boca, para facilitar una combustión lenta. De esta manera la pez irá destilando poco a poco, cayendo hacia la base de la peguera y saliendo hacia la hoya.

Todo este proceso de preparación de la peguera para destilar hasta que se le da fuego se llama “encañe” y así se dice también “encañar la peguera”.

La duración de la operación de la destilación es de tres días aproximadamente, vigilada pero no de continuo; hay que ir quitando los abobes de la boca según se vaya quemando.


EXTRACCIÓN DE LA PEZ

Cuando se observa que dentro de la peguera solo quedan brasas quemadas, se destapa la hoya y en el momento en el que no corre pez hacia ella se puede sacar casi sin peligro ninguno (en estado líquido) con un cazo desde arriba.

La pez se pasaba a recipientes de madera llamado tabales, que son moldes para recibir pez quemada, que se utilizaba para empegar recipientes para el vino, como botas, pellejos, colambres, así como los toneles.


Publicado en la revista ESPADAÑA, Nº 14. Sanchonuño, agosto de 1990. Página 13.

Parte posterior de una peguera por la que se recogía la pez según iba destilando desde el interior de la bóveda. La imagen corresponde a la peguera que hubo en el llamado Molino Boriles, al sur del término de Campo de Cuéllar, junto al arroyo Malucas (antaño río), en cuyo desnivel hacia el cauce se construyó la peguera. Dada la robustez de las estructuras en bóveda, no cabe pensar otra cosa que fue destruida intencionadamente por algún desaprensivo para “aprovechar” los ladrillos de tejar y darle a su choco o merendero un aire rústico. Las fotos se tomaron hacia 1989, poco antes de su desaparición.

miércoles, 20 de enero de 2021

LA HISTORIA DE CUÉLLAR, PRADO DE CONCEJO DONDE TODO EL MUNDO ENTRA.

 Una de las últimas actividades desarrolladas estas Navidades, a propuesta del Ayuntamiento de Cuéllar a través su Concejalía de Cultura, ha sido la presentación del libro de Juan Armindo Hernández Montero titulado “El Castillo-Palacio y las Murallas de Cuéllar. Arquitectura e Historia”. Tuvo lugar el lunes 4 de enero en el Centro Alfonsa de la Torre a las 7 de la tarde y acompañaron en la mesa al autor de la obra la concejala Teresa Sánchez Barahona (prologista del libro) y, como moderador, Salvador Guijarro, editor de la revista LA VILLA.

Cuando D. Armindo está al otro lado de la mesa se sabe cuándo se empieza pero no cuándo se acaba. Así, se explayó durante casi dos horas y media de exposición, (el título de su libro ya nos lo advertía), sobre arquitectura e historia. Arquitectura porque es la disciplina del autor del libro, en la que es doctor, e Historia porque la primera estaría influenciada por esta. Por eso en su libro, y en la presentación del mismo, dedica un nutrido número de páginas para hacernos un pormenorizado compendio de la historia local, recurriendo (sin pudor) a citas directas de la wikipedia o de los historiadores más eminentes, a los que prefiere. Desde su formación como arquitecto, el autor accede a los temas relacionados con su especialidad en cuanto a la arquitectura y desde ahí al arte. Desde aquí, aprovechando un portillo de la muralla, se cuela directamente en la Historia. Nada que objetar, porque en lo relativo a lo que trata sobre el castillo-palacio y las murallas se nos presenta de una manera correcta en cuanto al texto y a las imágenes y planos que lo acompañan.


Sin embargo, en cuanto Hernández Montero se adentra en la Historia en general, quiere abarcar mucho y en algunos puntos ahondar demasiado para presentarnos algunas novedades de su cosecha. Ya le cuesta al historiador abordar épocas que no corresponden a su especialidad y D. Armindo se nos presenta como un colega de amplio espectro que se atreve con cualquier periodo sin rubor. Luego invita al debate, pero se enroca en sus convicciones cuando este se produce y no se muestra receptivo (esta es la impresión que experimentamos desde fuera en el debate que sostuvo con Julia Montalvillo, nuestra archivera, sobre un asunto heráldico).

Armindo, en esta dinámica, da un salto cualitativo y nos deja perplejos y descolocados al presentar una propuesta dogmática sobre la repoblación medieval de Cuéllar, en la que no hubo dos fases sino tres, según él. Sin embargo, esta propuesta no la presenta, a nuestro entender, suficientemente apoyada. Admitidas hasta ahora por la historiografía una primera repoblación después de la batalla de Simancas en el año 939, que sería desbaratada por Almanzor en el 977, y la posterior y definitiva en tiempos de Alfonso VI tras la conquista de Toledo (1085), Armindo nos añade lo que él llama la “segunda” repoblación, entre las que hasta ahora se han considerado, pasando la que hasta ahora era la segunda a tercera. Con esta aportación más que construir la Historia de Cuéllar la desestabiliza, porque no la presenta suficientemente argumentada.

Hernández Montero basa su hipótesis en un documento hallado en el Archivo Histórico Nacional, fechado según él en el año 1078, que contiene una donación de Teodobaldo y su mujer María de una heredad (casas, viñas, tierras, huertos) al arzobispo de Toledo D. Bernardo y al convento de Santa María de Cuéllar. De entrada, el documento presenta dudas razonables en cuanto a su datación: es imposible que nadie haga una donación en esa fecha a un arzobispo que todavía no ha sido nombrado (lo será en 1086 después de la conquista de Toledo). Y segundo: es osado identificar, sin margen a la duda, el citado convento de Santa María con la parroquia de ese nombre en Cuéllar, que es lo que plantea D. Armindo. Pero esta identificación le viene pintiparada al señor arquitecto porque es la base para sostener su teoría de esa segunda repoblación: si ya hay una organización parroquial en 1078, podemos afirmar que con anterioridad se había establecido una población que se inicia en tiempos de Alfonso V de León, posiblemente durante la década de 1010. Cuanto menos sorprendente y peligrosa por la vehemencia con la nos la presenta el ponente. De paso, Santa María de la Cuesta, según él, sería una de las parroquias más antigua de la villa.

Iglesia de Santa María de la Cuesta, Cuéllar

No ha reparado Hernández Montero en que haya otras posibilidades para poder considerar, cuanto menos, que el aludido convento de Santa María de Cuéllar fuera el de Contodo. Hasta ahora, Santa María de la Cuesta solo ha aparecido en la documentación medieval como parroquia; Contodo presenta los dos términos del documento: fue convento y su advocación era la de Santa María. Y la idoneidad de la ubicación del solar de la Cuesta para situar en él un convento o monasterio es nula. Se buscaban para su construcción espacios con una corriente de agua, lo que no tenemos en la Cuesta y sí en Contodo con el Cerquilla y, además que fueran lugares apartados de núcleos de población (puede verse en Wolfgang Braunfels: La arquitectura monacal en occidente. Barral ).

Del convento de Santa María de Contodo nos da noticias Melchor Manuel de Rojas, historiador cuellarano del siglo XVIII, que conoció sus vestigios a una milla de Cuéllar junto al Cerquilla, camino de Sepúlveda. Fue en su origen de monjas cistercienses, llamadas las Dueñas de Contodo. Aunque no pudo dar la fecha de su fundación, afirma que por un privilegio del rey Fernando IV, que el usó como fuente, su antigüedad era considerable. Tenía el convento otros documentos reales, pero los perdieron dos monjas en un río cuando iban camino de Burgos para confirmarlos. Hecho que, lejos de ser una leyenda, lo tenemos por bueno ya que Mª Soterraña Martín Postigo lo ha dado a conocer utilizando otras fuentes. Permanecieron las monjas hasta el 1400 en que tuvieron que abandonarlo por la cortedad de sus rentas. Se hicieron cargo de lo poco que tenían los también cistercienses del convento de Sacramenia, en cuyo archivo se documentó don Melchor para esta especie, como decía él.

Santa María de la Cuesta (Cuéllar)

Si Hernández Montero hubiera usado como fuente al historiador Rojas podría haber sacado además otras enseñanzas para su trabajo sobre las murallas ya que fue él quien primero las trató intentando dar explicaciones sobre su origen y datación. Asimismo nos informa de los restos materiales que aún él conoció en el Castilviejo. Rojas fue un cuellarano que quiso a su Cuéllar tanto o más que D. Armindo.

Yo, como mentor que he sido de Melchor Manuel de Rojas, tengo la obligación moral de hacerle estas observaciones y no porque me haya ninguneado a mí, sino porque lo ha ignorado a él. Cada uno elige sus fuentes de información, pero si queremos ser objetivos tendremos que cotejarlas todas. Podría haber visto además cómo D. Melchor se preocupó por si ya estaba poblada antes de la definitiva repoblación de Pedro Ansúrez y las pruebas que nos aporta para afirmar que antes de esta no estaba yerma la Villa, pudiendo caber solo que estuviese malparada y de vecindad no muy crecida. Efectivamente, estamos con Rojas en que la campaña de Almanzor no arrasó completamente Cuéllar, ni hizo desaparecer su población por entero, (algo que después le pesó) quedando grupos marginales, residuales y poco organizados, pero no cabe la propuesta de esta repoblación que nos trae Hernández Montero.

Rojas fue crítico con historiadores y genealogistas de mérito que le precedieron. Tuvo criterio propio para poner en tela de juicio el árbol genealógico de los Velázquez corrompido por Pellicer, el que algunos seguimos copiando al pie de la letra sin plantearnos sus deficiencias. Nos dio las claves para saber qué Velázquez eran aquellos. Y Armindo se nos pierde con facilidad en las genealogías no solo de los Velázquez sino también de los propios duques.

Hay en la bibliografía otras omisiones importantes, como el no haber hecho referencia al trabajo sobre los recintos amurallados de Cuéllar y sus castillos de Mariché Escribano (publicado en la revista local en la que él ha sido decano colaborador). En este caso el ninguneo suena a que Hernández Montero reclama la exclusividad para tratar sobre estos asuntos (prado vedado).

En otro orden de cosas, la sala admitió por las condiciones actuales un aforo condicionado pero, independientemente de esto, hubo colegas que ni estaban ni se les esperaba. Hay historiadores o arrimados que solo asisten a las conferencias cuando están al otro lado de la mesa como ponentes o invitados. Ignoramos en qué grupo está Hernández Montero porque él siempre tiene que desplazarse desde Madrid, y en este caso desconociendo si las normativas de las Comunidades Autónomas lo permitían.

Para terminar, otro asunto que me preocupa es que dependiendo del color del Ayuntamiento se dé más pábulo a unos historiadores que a otros. Entonces yo seguiría estando en tierra de nadie porque he tenido desencuentros históricos con todos, incluida la actual concejala de Cultura a cuenta de la Casa de la Torre y de los Velázquez, asunto aún pendiente de concordia porque manos blancas también ofenden. Y las autodenominadas Jornadas de Investigación Histórica tendrán que esperar a tiempos mejores para ellos que cambien las tornas y las echaremos en falta, a pesar de habernos acusado de dinamitarlas, que no de dinamizarlas. El problema de fondo es la atomización de la historiografía cuellarana, donde cada uno va por su cuenta sin atender a los demás, aferrado a sus convicciones y sin encajar las críticas; sin encontrar siquiera un colega que nos relea, corrija y asesore en nuestros escritos antes de sacarlos a la luz. En definitiva, como me apunta un amigo, un jardín de narcisos, con alguna honrosa excepción.


J. Ramón Criado Miguel

Historiador