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jueves, 3 de agosto de 2023

EL LENGUAJE DE LAS CAMPANAS.

 

Cada primer domingo de agosto, las campanas de Sanchonuño vuelven a sonar en la procesión de sus fiestas patronales dedicadas a la Virgen del Rosario. Ya es muy propio de los pueblos de la provincia la edición de un programa de mano con las actividades culturales y festivas a desarrollar. Constituye este libreto todo un escaparate de las empresas locales y próximas, que son las que colaboran económicamente con el programa de fiestas. Además de este caleidoscopio de anuncios, con el tiempo se han ido incluyendo no sólo los retratos de los reyes y reinas de la función, sino también fotografías antiguas, sacadas del baúl, que hacen más agradable y vistoso a este formato. En Sanchonuño la portada del libro de fiestas suele presentar alguna imagen referida a un tema de actualidad en la localidad. Este año está dedicada al mural realizado en el pueblo por Daniel Aguado, que representa, en trampantojo, la fachada de la casa de la tía Maura, recientemente derribada para solucionar el estrechamiento de la carretera de Cuéllar en su confluencia con la plaza Mayor.Otros hemos visto en este soporte de papel una manera práctica, y abierta a todos, para publicar textos relacionados con la historia, costumbres y tradiciones del pueblo. La propuesta de este año es la que ahora divulgamos a través del presente medio.

El oficio de campanero fue en la antigüedad itinerante y estos artesanos acudían a fundir las campanas a los lugares que se las demandaban. Los campaneros procedían en su mayoría de Cantabria y aparecen documentados fabricando campanas desde hace más de quinientos años en la provincia de Segovia y por toda Castilla. El proceso era laborioso y requería de gran conocimiento y maestría, lo cual habían heredado de generación en generación. Casi al pie de los campanarios, hacían el horno y con metal nuevo o refundiendo la vieja y rota campana, fabricaban la nueva. Si no era suficiente, los vecinos colaboraban donando viejos almireces, candelabros y todo lo que sirviera para este fin.

En la nueva campana el fundidor solía dejar grabado su nombre, así como la fecha de fabricación, el nombre del patrocinador o benefactor de la obra. En algunos casos también el nombre que se le daba a la campana. Esta epigrafía grabada en el cuerpo de las campanas constituyen su carnet de identidad y nos permite saber su antigüedad y sus autores. Todas llevan impresa una cruz en su parte frontal. Si bien, es raro encontrar en nuestros pueblos campanas de más de doscientos años porque, con el paso del tiempo y el uso continuado, las campanas se agrietaban y el sonido dejaba de ser limpio; o porque fueran requisadas de los campanarios para fundir cañones en tiempos de guerra.


TOQUES DE CAMPANA: LOS SACRISTANES.

La mayoría de toques de campana que conocieron nuestros abuelos, y que ellos reconocían perfectamente, han desaparecido con el paso de los años. Fueron los sacristanes los encargados de realizar los distintos toques que conocían al dedillo. En Sanchonuño los últimos que desempeñaron el oficio de sacristán fueron Laureano Anaya Castillo (Fuentepiñel 1852), que vino desde su pueblo para ejercer este oficio en el año 1902, y después su hijo Mariano Anaya. Entre los dos completan casi un siglo ininterrumpido como sacristanes de Sanchonuño, labor que se reconoció en el callejero del pueblo dedicándole una calle al último de ellos. Tenía Mariano Anaya doce años cuando llegó con su padre al pueblo y ya le ayudaba en la iglesia y no dejaría el oficio de sacristán hasta dos años antes de morir. Compaginaba este servicio con su taller de carpintero. Además de las responsabilidades dentro del edificio de la iglesia, como sacristán se encargaba de los toques de campana, aunque durante un tiempo tuvo un ayudante, el tío Patarrilla, que le ayudaba a tocar por los Santos y en las procesiones. Tampoco le gustaba dejar subir solos a los mozos a tocar las campanas, porque estando sin vigilancia hacían el burro y corrían riesgo las personas y las propias campanas. Esta referencia a “tocar por los Santos” la conocimos cuando hablamos con la tía María, viuda del sacristán, para la revista Espadaña. Esa noche del 1 de noviembre era la única en que excepcionalmente se tocaban las campanas; el resto del año el silencio de la noche era sagrado.



Las campanas en tiempos pasados sirvieron también para convocar al concejo o ayuntamiento a sus reuniones “a son de campana tañida”, congregándose en el pórtico de la iglesia, que no se ha conservado. También se creía que cuando había tormentas el repiqueteo repetido de las campanas alejaba las nubes de granizo, tan temidas para las cosechas. Este repique parecía decir “tente nublo” que es como también se le conoce al toque para tormentas.

En caso de incendio u otra catástrofe las campanas tocaban a arrebato. Sonaban todas las campanas a la vez y de forma acelerada para convocar al vecindario con urgencia para ayudar a sofocar el fuego.

En la función se realizaban los toques de fiesta y se tocaban las campanas al vuelo por los mozos, sobre todo durante el desarrollo de la procesión. El volteo se caracteriza por el gran peligro que supone para los campaneros. Cuenta Ángel Fraile, cronista de Vallelado, que a mediados del siglo XIX un joven de ese pueblo que estaba volteando las campanas con otros durante la fiesta, salió despedido desde el campanario cayendo al medio de la plaza.

De los pocos toques que se han conservado, y que se siguen realizando, tenemos el toque de difuntos, también llamado “clamor”, que sigue dando cuenta del fallecimiento de algún vecino. Este toque se realiza con un ritmo lento y en él participan las dos campanas, que se combinan en su ejecución. Si bien, hay diferencias en los clamores de cada pueblo, e incluso variantes en un mismo lugar. El sonido del clamor bien ejecutado todavía sobrecoge hoy cuando suena. Al principio y al final del clamor se daba la clave para saber si el fallecido era hombre o mujer: tres golpes de campana separados si es varón y dos golpes si es mujer. A estos golpes se les llamaba “esposas” y eran cuatro si el que había fallecido era el sacerdote y cinco para el señor obispo. También, mientras el ataúd era conducido al cementerio, las campanas seguían tocando a duelo durante el recorrido.

Cuando fallecía algún niño se realizaba el llamado “toque de gloria”, para el que se empleaba la campana más pequeña o esquilón.

Por último, recordar que durante la misa mayor del domingo era costumbre dar unos toques de campana que coincidían con los momentos de consagración del vino y el pan. De esta manera se avisaba a la gente que no había podido acudir a la celebración, para que hiciera la señal de la cruz. Coincidían estos toques, realizados por un monaguillo, con los de otro que hacía sonar la esquila dentro de la iglesia.

LOS CURAS DEL SIGLO XIX.

En la iglesia de Sanchonuño existen actualmente tres campanas, una para cada vano de su torre. Dos campanas en el cuerpo principal de la espadaña y el esquilón en el hueco superior. Las campanas más antiguas se realizaron en el año 1840: LOS DIEGOS ME FUNDIERON, reza la inscripción en la campana grande, y a continuación dicho año. Y como esta fecha se repite en el esquilón, damos por seguro que se fundieran las dos campanas a la vez y por los mismos campaneros pertenecientes a una familia cántabra apellidada “de Diego”, naturales y documentados en Meruelo, localidad cuna de campaneros desde tiempo inmemorial. Tiene esta localidad actualmente el museo de la campana. Paulino de Diego, vecino del citado pueblo de Cantabria, aparece trabajando por estas tierras de Segovia como campanero en esos años. Ángel de Diego, también de Meruelo, murió en Sepúlveda en el año 1822 mientras trabajaba allí fundiendo una campana.

¿Por qué razón se fundirían dos campanas a la vez en 1840? Se sabe que durante la Guerra de la Independencia fueron muchas las campanas que se requisaron para fabricar cañones y munición, e incluso para hacer moneda, como ocurrió con las del Monasterio de El Parral en 1809. Cabe esta posibilidad para las campanas de Sanchonuño y que hubiera por ello necesidad de hacer unas nuevas. Lo que sí es seguro es que Manuel Antonio Gómez, alcalde mayor del duque de Alburquerque, requisó plata de las iglesias del partido de la villa para financiar el llamado Tercio de Cuéllar. Se confeccionaron los trajes para las quinientas plazas de tropa que tendría, los mismos que secuestró después el general Hugo para sus soldados cuando tuvo conocimiento de su existencia.


Los Diegos me fundieron 1840.

Era cura en Sanchonuño durante el conflicto napoleónico don Juan Antonio Belicia. Llegó desde Aldealengua de Pedraza, aunque él era natural de Traspinedo, pueblo de Valladolid que pertenecía entonces al obispado de Segovia, y donde se sigue conservando este apellido, que ahora lo escriben con uve. Le tocó a D. Juan Antonio ser testigo de una época convulsa significada por la la francesada y luego por los conflictos del reinado de Fernando VII, habiendo tomado él partido por “el altar y el trono”, absolutista de pro.

Con los franceses tuvo nuestro cura serios problemas que casi le pusieron “en las escaleras del suplicio”, según sus propias palabras; los gabachos le saquearon sus ganados y le persiguieron de muerte. Todo porque Belicia tenía ganadería y por contratado a su hermano Manuel, al que mandaba hasta las tierras palentinas de Villada a comprar vacas a los tratantes de León. Y aunque no lo diga, es posible que también la guerrilla y las otras tropas se surtieran para carne de las reses del señor cura.

Ahora que la historia se cuenta a golpe de centenario le tocaría el turno a los 200 años del Trienio Liberal, en el que D. Juan Antonio Belicia tuvo su momento de gloria. El clero, que fue reacio al nuevo sistema político, fue tomando, desde la inicial pasividad, una clara oposición al mismo, sobre todo cuando las disposiciones que se tomaban tocaban sus bases económicas. Así, desde antes de la llegada de los cien mil hijos de san Luis, desde el señor obispo a los más humildes curas de los pueblos se lanzaron a denunciar el sistema constitucional como “impío y funesto”, y calificaron a sus adeptos de “infame secta revolucionaria”. En este contexto estuvo Belicia “apercibido de multas y prisiones” por el gobierno. Tanto se significó el cura de Sanchonuño en este asunto que sería el encargado de predicar el sermón de acción de gracias por el regreso de Fernando VII al trono con todos sus poderes. Este sermón “por la libertad del rey” lo predicó don Juan Antonio en la iglesia de San Miguel de Cuéllar y se imprimió después en Valladolid sufragado por el regimiento de la villa.

Por problemas de salud, delegó Belicia el curato de Sanchonuño en el dominico fray Vicente Inés, que lo era del convento de San Pablo de Valladolid, que al ser exclaustrado pasaría a sustituirlo ya como cura titular desde 1835, año de la muerte de Belicia.

Entró durante su curato como sacristán de Sanchonuño Serafín Hernanz, natural de Gomezserracín, a pesar de las objeciones que le puso el cura para que lo fuera por no considerarlo persona adecuada y preparada. Pero Serafín ganó su intención y como tal sacristán firmó su obligación y fianza para responder de las alhajas y tesoro de la iglesia de Sanchonuño, que era uno de los principales cometidos del auxiliar de la parroquia.


Cruz claveteada de los campaneros cántabros.

LA CAMPANA GRANDE.

Estuvo don Vicente Inés como cura durante algún tiempo y luego aparecen en escena los Córcoles, Juan y José, aplicados a la cura de almas en Gomezserracín y Sanchonuño. La inscripción de la campana grande da cuenta de ello: SE HIZO SIENDO ECÓNOMO EL LICENCIADO D. JOSÉ DE CÓRCOLES PÁRROCO DE GOMEZSERRACÍN.

Entre sus adornos lleva esta campana la famosa cruz claveteada, tan frecuente y característica de los fundidores cántabros, dispuesta hacia la parte exterior del campanario y mirando, por tanto, hacia el este. Hay otros bajorrelieves pequeños de jarrones con flores. Recorre la parte superior o tercio de la campana la inscripción citada relativa a la saga de los fundidores (los Diegos) y 1840 como año de su fundición, que se completa con un JHS (Jesús Hombre Salvador) seguido de MARÍA Y JOSEPH. Esta advocación a la Virgen y el JHS se repiten en el esquilón, que es como el hermano pequeño de esta campana.

Juan y José Córcoles llegaron a la diócesis de Segovia siguiendo a su tío Juan Nepomuceno de Lera y Cano, jesuita albaceteño y diputado por La Mancha en las cortes de Cádiz, que desde la sede de Barbastro, donde fue antes obispo, pasó a serlo de Segovia en 1828. Pero, por su edad y salud, su obispado sólo duró cuatro años, falleciendo de perlesía en enero de 1831. Está enterrado en la catedral de Segovia.

Los dos sobrinos del obispo permanecieron ligados a la diócesis segoviana y aparecen unos años después establecidos en los pueblos del Carracillo: Sanchonuño y Gomezserracín. El parentesco con el prelado está fuera de toda duda, pues don Juan Córcoles Huerta y Lera así lo expresa en una memoria biográfica que remitió al deán Baeza de la catedral de Segovia. Firma ese informe como sobrino del obispo y siendo cura de Gomezserracín, su fecha 1847.

Poco después figura don Juan Córcoles como cura de Sanchonuño siéndolo todavía en 1865. Compró don Juan al Estado, en asociación con otros, tierras desamortizadas provenientes de los bienes de propios de Sanchonuño y tuvo que demandar a un convecino por no satisfacerle la parte que le debía al cura mientras él había entrado a disfrutar y cultivar pacíficamente las tierras.





LA CAMPANA NUEVA.

Terminamos este recorrido con la campana de menor antigüedad, la que se fundió en el año 1954. Así figura en en la inscripción hacia el lado interior de la torre. Hace el exterior luce, como es tradicional, una cruz en relieve. En lo que se conoce como el pie de la campana dice: SIENDO PÁRROCO D. MARIANO GARCÍA Y ALCALDE D. FRANCISCO RICO.

La autoría del fundidor queda expresada en un molde con su sello que, aunque se descascarilló en la fundición, hemos podido leer cotejándolo con otros coetáneos. Dice: Fundición de campanas. CASA CABRILLO. Metales superiores. SALAMANCA.

Tiene esta campana un sonido limpio y más agudo que la otra campana del XIX, con la que acopla en los clamores.


J. Ramón Criado Miguel