La victoria en la batalla de
Lepanto sobre los turcos, año de 1571, parece estar en el origen de la devoción
a la Virgen del Rosario en el mundo cristiano en general y en la Tierra de
Cuéllar en particular. La fiesta fue instituida por el Papa Pío V, luego santo, el 7
de Octubre, aniversario de la victoria obtenida por los cristianos en dicha
batalla y atribuida a la virgen, invocada por la oración del rosario.
Pio V era dominico y fueron
los frailes de su orden quienes tomaron esta iniciativa promovida por el papa.
En la Tierra de Cuéllar parece que, por delegación del convento dominico de
Santa María de Nieva, fueron los trinitarios los encargados de la difusión del
culto a la Virgen del Rosario. Esto explicaría la aparición en retablos de la Tierra de Cuéllar (Chañe,
Santibáñez de Valcorba, Torrescárcela, Sanchonuño…) de la cruz trinitaria y de santos de esta
orden religiosa.
Aunque ya existía como rezo
desde la Edad Media, a partir de Lepanto se difunde con más fuerza esta
devoción y en los distintos lugares surgen Cofradías con esta advocación que
encargaron las correspondientes imágenes para su culto. En el caso de
Sanchonuño, la Cofradía del Rosario compitió en devoción con la del patrón de
la parroquia, Santo Tomás, relegándole con el tiempo a un papel secundario. Ha
sido tal la devoción a esta virgen que, cuando en el año 1985 la localidad
decidió dejar el primer domingo de octubre como fiesta menor y pasar la fiesta
grande al primer domingo de agosto, nadie reparó en que tal vez era el momento
de desagraviar al patrón. Pero la Virgen del Rosario tiene desde entonces dos
procesiones y Santo Tomás sigue sin la suya. Todo el protocolo de la fiesta de
octubre se trasladó a la de agosto.
Hacer historia contemporánea
es crear polémica. Por ello me centraré en el objetivo que me había propuesto:
dar a conocer el cuadro dedicado al beato Simón de Rojas conservado en la
parroquial de Sanchonuño. Tal vez el primero de la diócesis, tal vez el único,
sin contar con que los trinitarios de Cuéllar encargaran el suyo.
Este convento de la Trinidad
en Cuéllar estuvo en principio junto al río Cerquilla, fuera de la población.
Lo había fundado fray Thomas Walls, de nación inglés, por los años 1219. Se
trasladó a la villa en el año 1554 bajo el auspicio de la familia Bazán y
siguiendo las consignas del Concilio de Trento de que la orden haría mayor
servicio estando dentro de núcleo poblado. Se aprovecharon las ruinas de la que
antes había sido ermita de San Blas. En él fue ministro el padre fray Simón de
Rojas, cuya beatificación se espera
pronta. Así lo reseñaba un historiador cuellarano en el año 1763. Durante
su estancia en Cuéllar, según Balbino Velasco, su influencia se dejó sentir en
los pueblos de la comarca donde salía con frecuencia a predicar. Su memoria fue
conservada por los frailes de su orden que recibieron con entusiasmo la
beatificación de Simón de Rojas en el año 1766. Los trinitarios y todo Cuéllar,
porque entre tanto hombre ilustre como había dado la villa ninguno había alcanzado
los altares. Un santo para Cuéllar era lo que hacía falta, aunque Simón de Rojas
hubiera nacido en Valladolid. No ha de extrañar que un miembro de la familia
Rojas, que eran mucho, ya incluyera al beato Simón de Rojas como su abogado en
su testamento, y mandó a sus herederos dos piezas de plata que habían de
emplear para cuando lo canonizaran.
Se hallaba por estos años D.
Manuel Marugán, cura de Sanchonuño aunque natural del Nieva, realizando
importantes reformas en su iglesia. Entre ellas había encargado dos retablos al
tallista de Peñafiel Felipe Durán. Uno de ellos el de la Virgen del Rosario,
para una imagen que tiene un aire más castellano que otras de la comarca, que
son más flamencas, digo esto porque pasan por ser del escultor Pedro Bolduque,
que recaló en Cuéllar desde Flandes.
Se habían entendido bien el
párroco y el escultor en la redacción del contrato de los retablos, firmado en
1771. Si bien, no habían previsto la inclusión de un lienzo dedicado al recién
beatificado Simón de Rojas. Por influencia del momento de euforia y por la de
los trinitarios de Cuéllar, que parece que daban su supervisión en lo que
tocaba al culto de esta virgen, en última instancia se incluyó, sobre la
hornacina de la talla, un cuadro dedicado al beato.
La iconografía del mismo coincide
con la que existe sobre Simón de Rojas en Madrid, en el comedor del Ave María
que él fundó. Donde nos la explicó un fraile al que requerimos para tal fin en
una de nuestras visitas a la capilla de dicho comedor. Representa al beato
arrodillado, en oración, al que se le aparece la Virgen que le entrega una
cinta. Con toda naturalidad, el trinitario nos comentó que el cordón que le da
la virgen a Simón de Rojas era un cilicio, como remedio para que el fraile
superara las tentaciones carnales en momentos de crisis, que los tuvo. En el
cuadro de Sanchonuño, además del cilicio, el Niño le da también un rosario al
trinitario, con lo que se le da sentido a su inclusión en este retablo. Se
incluyen otros elementos en el cuadro que se prestan a una interpretación más
subjetiva, aunque sin duda tienen su intención. Por un lado, los panes que
aparecen en el suelo pueden hacer referencia a la inclinación que tuvo Simón de
Rojas por los pobres, a través de las Congregaciones del Ave María. El comedor
de Madrid sigue dando comidas en varios turnos a día de hoy y en él, qué
pequeño es el mundo, colabora como voluntaria Dolores Álvarez, que ahora sabe
que por Sanchonuño, su pueblo, también anduvo Simón de Rojas.
Hay en el cuadro una clara
composición piramidal en la organización de los personajes: la Virgen, el Niño
y el beato. Se echa en falta el lema AVE MARIA, propio del beato y que, dicen,
tenía siempre en su boca. Es sustituido por una clara alusión a la Trinidad con
el Dios Padre, la paloma y el Niño, que forman una línea de derecha a
izquierda.
Aparece el fraile apoyando sus
rodillas sobre dos tiaras de obispo, como si hubiera renunciado a cargos
eclesiásticos destacados. No le hicieron falta. Su influencia en la corte de
Felipe III fue considerable. Tenía fama de milagrero y todos vivían pendientes
de esos milagros.
Acabó metiéndose en asuntos
políticos. Al plantearse la expulsión de los moriscos, el padre Rojas dictaminó
que había que aplicar radicalmente la medida. Arremetió contra el arte y música
profanas, contra las fiestas, contra la prostitución. Muerto Felipe III, fue
nombrado confesor de la nueva reina, Isabel de Borbón, con la influencia y
poder que este cargo suponía. En resumen, y en palabras de Caro Baroja, fue un adalid de la Santa España. Murió en
Madrid en 1624. Dos siglos más tarde de su beatificación, sería canonizado en
1988 por Juan Pablo II.
El retablo de la
Virgen del Rosario de Sanchonuño, en el lado de la epístola de su iglesia, de
estilo barroco-rococó, es obra, como se ha dicho, de Felipe Durán. En su composición y realización no poco tuvo que ver D. Manuel Marugán.
Este cura, sin descuidar sus obligaciones parroquiales, tenía aficiones
pintorescas. Así, entre otras cosas, diseñó un carretón
falcado, que no era sino un apero alternativo al trillo tradicional.
Con ayuda del herrero y carpintero del pueblo construyó el prototipo. Adelantó
la prueba del mismo para que estuviera presente el obispo, que se hallaba de
visita pastoral. Tal vez no era el momento y las mieses con las que se hizo la
parva de la demostración estuvieran verdes. Estas acabaron embozando las hoces,
con corte en su parte convexa, en las que se basaba su invento. Todo influyó
para que aquello fuera un rotundo fracaso, al que hubo que añadir la mofa de sus
parroquianos. En Sanchonuño no se tomaron en serio aquella nueva tecnología y
siguieron usando los trillos tradicionales de Cantalejo otros doscientos años
más, hasta 1970.
Ese año fue la
última vez que vi a los trinitarios en Sanchonuño. Acababa el curso y dos
hermanos de la orden, de paisano, aparecieron en la escuela para captar nuevas
vocaciones. Se llevaron una semana a un grupo de siete u ocho chicos a su
convento de Salamanca. Las experiencias allí fueron dispares. Ellos lo saben.
Solo uno regresó después con los trinitarios y durante tanto tiempo que a punto
estuvo de vestir el hábito blanco, con la cruz de brazos rojo y azul.
Empezábamos con
Lepanto. Hubiera sido un tópico haber citado, en el cuarto centenario de su
muerte, a D. Miguel de Cervantes en relación con esa batalla. Sin embargo, es
de justicia recordar que fueron los trinitarios los que gestionaron y
consiguieron el rescate de su presidio en Argel, salvándolo de un destino
incierto. Fue Fray Juan Gil, trinitario natural de Arévalo. Y en agradecimiento al gran amor y predilección por la Orden
Trinitaria, se mandó enterrar Cervantes en las monjas trinitarias de Madrid,
en cuyo convento se han buscado sus restos infructuosamente.
Texto: J. Ramón Criado
Fotos: Pablo Pascual
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